jueves, 1 de marzo de 2012

VIDA MODERNA ( 6to año -imprimir)


Vida moderna 
Río IV, etc., etc. 

Mi querido amigo: 

Por fin me encuentro solo con mi sirviente y la cocinera: una señora cuadrada 
de este pueblo, muy entendida en política y en pasteles criollos. 

Ocupo una casa vacía que tiene ocho habitaciones, un gran patio enladrillado 
y un fondo con árboles y con barro. Tengo dos caballos de montar y uno de 
tiro. Mi dotación de amigos es reducida; total: dos viejos maldicientes. He 
traído libros y paso mi vida leyendo, paseando, comiendo y durmiendo. Esto 
por sí solo constituye una buena parte de la felicidad; el complemento, ¡quién 
lo creyera!, se encuentra también a mi alcance, aquí, en este pueblo solitario y 
en esta casa medio arruinada y desierta. 

¡Soy completamente feliz! Básteme decirte que nadie me invita a nada, que no 
hay banquetes, ni ópera, ni bailes y, lo que parece mitológico en materia de 
suerte, no tengo ni un bronce, ni un mármol, ni un cuadro antiguo ni moderno, 
no tengo vajilla ni cubiertos especiales para pescado, para espárragos, para 
ostras, para ensalada y para postres; ni centros de mesa que me impidan ver a 
los de enfrente, ni vasos de diferentes colores, ni sala, ni antesala, ni escritorio, 
ni alcoba, ni cuarto de espera; todo es todo; duermo y como en cualquier parte; 
el caballo de montar entra a saciar su sed al cuarto de baño, en la tina, antes 
que yo me bañe, con recomendación especial de no beber de a poquitos, ni 
dejar gotear en la bañadera el sobrante del agua que le queda en el hocico.  

*
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Recuerdo que cuando era niño conocí un viejo, hombre importante, 
acomodado, instruido y muy culto. Pues el viejo no tenía en su cuarto de recibo 
sino seis sillas, una mesa grande con pies torneados, gruesos y groseros, 
cubierta con una colcha usada, sobre la cual estaba el tintero de plomo con 
tres agujeros en que permanecían a pique tres plumas de pato o ganso. Había 
además papeles, libros, tabaqueras, anteojos y naipes. De noche se reunían 
allí los hombres más notables del pueblo: el cura, el corregidor, el juez de 
letras, el tendero y otros ilustres habitantes. Allí se hablaba de la política, de la 
patria, de la moral y de la filosofía, tópicos que ya no se usan. Concluida la 
tertulia, el viejo se retiraba a su dormitorio cuyo mobiliario y adorno consistían 
en una cama pobre, una mesita ética, una silla de baqueta, un candelero de 
bronce con vela de sebo, una percha inclinada como la torre de Pisa, que se 
ladeaba más cuando colgaban en ella la capa de su dueño, y una imagen de 
san Roque, abogado de los perros. A pesar de esta desnudez, que 
escandalizaría hoy al más pobre estudiante, el viejo era muy considerado, muy 
respectado y vivía muy feliz; nada le faltaba. 

¡Dime ahora cómo se hallaría cualquiera de nuestros contemporáneos en tal 
miseria! Cuando me doy cuenta de lo estúpidos que somos, me da gana de 
matarme. 

*
Por eso me gusta el poeta Guido Spano. 
La semana pasada lo encuentro en la calle y le digo: 
-¿Cómo le va?, tanto tiempo que no lo veo; usted habrá hecho también 
negocios!- No –me contestó-; soy el hombre más feliz de la tierra; me sobra 
casa, me sobra cama, me sobra ropa, me sobra comida y me sobra tiempo; no 
tengo reloj ¡y se me importa un comino de las horas! 

Con tamaña filosofía ¡cómo no había de estar ese hombre contento! 

En una ocasión me acuerdo haberlo visto en cama enfermo de reumatismo y 
tocando la flauta, con un pequeño atril y un papel de música por delante. 
Nunca he sentido mayor envidia por el carácter de hombre alguno. 

*
A mí también en Río IV me sobra todo, pero no tengo flauta, ni atril, ni música. 

¿Sabés por qué me he venido? Por huir de mi casa donde no podía dar un 
paso sin romperme la crisma contra algún objeto de arte. La sala parecía un 
bazar, la antesala ídem, el escritorio ¡no se diga!, el dormitorio o los veinte 
dormitorios, la despensa, los pasadizos y hasta la cocina estaban repletos de 
cuanto Dios crió. No había número de sirvientes que diera abasto; la luz no 
entraba en las piezas  por causa de las cortinas; yo no podía sentarme en un 
sillón sin hundirme hasta el pescuezo en los elásticos; el aire no circulaba por 
culpa de los biombos, de las estatuas, de los jarrones y de la grandísima 
madre que los dio a luz. No podía comer; la comida duraba dos horas porque 
el sirviente no me dejaba usar los cubiertos que tenía a la mano, sino los 
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especiales para cada plato. Aquí como aceitunas con cuchara porque me da la 
gana y nadie me dice nada ni me creo deshonrado. 

*
¡Mira, no sabes la delicia que es vivir sin bronces! No te puedes imaginar 
cuánto los aborrezco. Me han amargado la vida y me han hecho tomarle odio. 
Cuando era pobre, admiraba a Gladstone; me extasiaba ante la Venus de Milo; 
me entusiasmaba contemplando las nueve musas; tenía adoración por Apolo y 
me pasaba las horas mirando  el cuadro de la Virgen de la silla. 

Ahora no puedo pensar en tales personajes sin encolerizarme. ¿Cómo no? 
Casi me saqué un ojo una noche, entrando a oscuras a mi escritorio, contra el 
busto de Gladstone; otro día la Venus de Milo me hizo un moretón que todavía 
me duele; me alegré de verla con el brazo roto. Después, por sostener  a la 
mascota, me disloqué un dedo en la silla de Napoleón en Santa Elena, un 
bronce pesadísimo, y casi me caí enredado en un tapiz del Japón. 

Luego, todos los días tenía disgustos con los sirvientes. 

Cada momento había alguna escena entre ellos y los adornos de la casa. 

-Señora-decía la mucama-, Francisco le ha roto un dedo a Fidias. 
-¿Cómo ha hecho usted eso Francisco? 

-Señora, si ese Fidias es muy malo de sacudir. 

Otra vez dejaba Fidias de ser maltratado y aparecía el busto de Praxiteles sin 
nariz. Francisco se la había echado debajo de un plumerazo; o bien le tocaba 
el turno a Mercurio, que se quedaba cojo de algún porrazo; ya sabes que 
Mercurio tiene un pie en el aire. 

Bismarck, el rey Guillermo y Moltke en barro pintado, se han escapado hasta 
ahora casi ilesos, gracias a que su pequeña estatura  les permite  esconderse 
tras el reloj de la sala. Pero un gran elefante de porcelana, cargado de una 
torre, pierde cada ocho días la trompa; felizmente se la vuelven a pegar con 
goma. 

Otro día se le ocurre al mismo Francisco limpiar con kerosene el cuadro del 
Descendimiento. 

En fin, he pasado estos últimos años en cuidar jarrones, cortinas, cuadros, 
relojes, candelabros, arañas, bronces y mármoles y en echar gallegos a la 
calle con plumero y todo para que vayan a romperle las narices a la abuela. 

*
No hay idea de los tormentos que he sufrido con mis objetos de arte; básteme 
decirte que muchas veces al volver a mi casa he deseado encontrarla 
quemada y hallar fundidos en un solo lingote a Cavour, a la casta Susana, al 
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papa Pío Nono y a madama Recamier con otros bronces notables de mi 
terrible colección.  

¿Y las flores, las macetas, los ramos, los árboles enteros que mandan a casa y 
que la señora coloca en mi estudio como si tal cosa? El patio es un bosque y 
en el se encuentra toda la flora y la fauna argentinas: hay leones, tigres y 
millones de sabandijas. Los cactus no me dejan ir a mi cuarto, me enredo en 
los helechos y unos malditos arbustos con puntas que están ahora de moda 
tienen obstruida la puerta del comedor, al cual no se puede entrar sin careta, a 
menos de exponerse a perder un ojo. Ya estuve a punto de quedarme tuerto, a 
causa de un “ alisum espinosum” . 

-Mire, Juan- dije un día al portero-, al primero que venga aquí con árboles, con 
bronces o con vasijas de loza, péguele un balazo. 

Ya no hay donde poner nada; para pasar de una pieza a otra es necesario 
volar. Uno de mis amigos, muy aficionado a los adornos, ha tenido que alquilar 
una barraca para depositar sus mármoles, sus bronces y sus cuadros. Yo 
tengo una estatua de la Caridad que es el terror de cuantos me visitan; no sé 
por qué arte todos tropiezan en ella…  En casa de otro amigo se perdió un día 
un niño que había ido con su mamá. Cuando ésta quiso retirarse, se le buscó 
inútilmente en todas partes; al fin se oyó un llanto lastimero que parecía venir 
del techo y voces de “ ¡aquí estoy, aquí estoy!” . El pobre chico se había metido  
en un rincón del que no podía salir porque le cerraban el paso un chifonier, dos 
biombos, una ánfora de no sé donde, los doce Pares de Francia, ocho 
caballeros cruzados, un camello y Demóstenes de tamaño natural en cinc 
bronceado. ¡Vaya usted a limpiar una casa así! Lo primero que se me ocurre al 
entrar en un salón moderno es pensar en un buen remate, en un terremoto o 
en un incendio” . 

*
Tengo intención de pasar aquí una temporada, y estaría del todo contento si 
no fuera la espantosa expectativa de volver a mi bazar. Algunas noches sueño 
con mis estatuas. 

Hasta he pensado alguna vez en fingirme loco y arrojar a la calle por la 
ventana los bustos de los hombres más celebres, los cuadros, las macetas, las 
arañas y los espejos. En fin, tengo un consuelo: no ocurre casamiento, 
cumpleaños o bautismo en casa de amigos, que no me proporcione el placer 
de soltarle al beneficiado algún león de alabastro, un oso de bronce o los 
gladiadores de hierro antiguo. ¡A incomodar a otra parte y allá se les avenga el 
novio, el bautizado o el que festeja un aniversario! 

Excuso decirte que, cuando un sirviente torpe echa abajo un armario lleno de 
loza y cristales, no quepo en mí de contento. 

Escríbeme pronto y no te olvides de comunicarme en el acto, si por acaso 
quiebra la casa de lacaste o la de algún otro bandolero de su estirpe. 

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Te recomiendo, además, que si puedes no dejes de hacerme robar, durante mi 
ausencia, algunos pedestales con sus correspondientes bustos, varios cuadros 
y todos los muebles de mi escritorio. 

Sobre todo, por favor, hazme sustraer las palmeras que obstruyen los 
pasadizos y el “ alisum espinosum”  de la puerta del comedor, al cual profeso la 
más corrosiva ojeriza. 

En último caso puedes recurrir al incendio: ¡te autorizo! 

Tu amigo 
Baldomero Tapioca.
P.D. –  Si el día 1° de año me mandan tarjetas de felicitación, cartas o 
telegramas, toma todo ello del escritorio, haz un paquete y mándalo a Francia, 
dirigido al presidente Carnot, con una carta insultante, diciéndole que su nación 
tiene la culpa de que, a más de todas las mortificaciones criollas que 
soportamos, tengamos todavía que aguantar la moda de las felicitaciones de 
año nuevo. 

Vale.
Eduardo Wilde, “ La lluvia”  y otros relatos, Buenos Aires: CEAL, 1992. 

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